De lo que más se arrepienten mis padres sobre cada regreso a clases (y cómo lo repararon)

Al final de cada verano durante mi infancia tenía una sensación dolorosa en la boca del estómago. Había llegado el momento de regresar a la escuela.

Por causa de mis diferencias de aprendizaje tengo problemas con la escritura, la organización y el procesamiento de información. Asistir a la escuela era como nadar en arenas movedizas. Tuve muchos problemas con mis asignaturas y desarrollé ansiedad con casi todo lo que se refería al trabajo escolar. El verano significaba salvarme del estrés académico, pero siempre llegaba a su fin.

En las semanas previas al inicio de la escuela, mis padres pensaban que la mejor manera de ayudarme era siendo incansablemente optimistas.

“Tengo la sensación de que este nuevo año escolar va a ser diferente”, decía mi papá confiado.

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“Sabemos que te va a ir mucho mejor”, añadía mi mamá.

“Es clave para tu futuro que intentes mejorar tus calificaciones”, decían ambos. “¡Tú puedes lograrlo!”.

Yo asentía con agrado, intentando terminar la conversación y olvidarla.

A pesar de las afirmaciones optimistas de mis padres, ellos también se sentían ansiosos. Mi padre, un médico exitoso, confesó a una de mis maestras que temía que yo nunca iría a la universidad. Y mi mamá se culpaba por el hecho de que yo no fui capaz de tener un buen desempeño en la escuela.

Mis padres intentaron todo lo que pudieron para ayudarme académicamente. Cada año, recibía más apoyo en mis clases. Probé varios tutores y programas. Incluso algunos años me cambiaron de escuela.

Con cada cambio les prometía: “Saldré mejor este año”. Algunos de los cambios ayudaron, pero en el fondo yo sabía que no podría alcanzar el estándar que ellos anhelaban.

Finalmente, estar enfocados en la escuela deterioró nuestra relación. Algunos de mis más preciados recuerdos de los veranos de mi infancia son cuando iba al cine con mis padres y jugábamos ping-pong. Pero esas actividades desaparecían al empezar la escuela. Cada vez que pasábamos tiempo juntos, invariablemente terminaban hablando de los deberes escolares: “¿No deberías estar estudiando?”.

Hubo un punto de ruptura en la escuela media. Estaba reprobando la mayoría de las asignaturas. Por mi cabeza pasaban una y otra vez ideas de fracaso, como una mala película. Mi primer año de bachillerato no fue mucho mejor.

Fue ahí donde mis padres empezaron a entender algo.

Empezaron a darse cuenta de que mis diferencias de aprendizaje no tenían nada que ver con que yo no me esforzara lo suficiente. La escuela siempre me iba a resultar difícil, sin importar cuánto apoyo recibiera. Y aparentar que todo iba a estar bien no me ayudaba.

Lo que yo necesitaba era que ellos reconocieran y fueran honestos con mis problemas. Afortunadamente, empezaron a hacerlo.

Durante los cuatro años del bachillerato nuestra relación mejoró. El verano anterior a mi ingreso en la universidad, mis padres me dijeron:

“Sabemos que la universidad va a ser un verdadero reto para ti”, dijo mi papá.

“No va a ser fácil, pero nos sentimos orgullosos de tu esfuerzo, independientemente de tus calificaciones”, agregó mi mamá con suavidad.

Ese primer año en la universidad trabajé duro y aprobé mis cursos. Seguía teniendo dificultades, pero me ayudó que mis padres fueran honestos respecto de mis desafíos. Su apoyo me brindó la autoestima que necesitaba para perseverar con mucha menos frustración y angustia.

Seguían queriendo que me fuera bien en la universidad y animándome. Pero nunca más negaron mis diferencias de aprendizaje ni tuvieron expectativas que eran injustas para mí. Se trataba menos de mis calificaciones y más de mi experiencia con las diferencias en la manera de pensar y aprender.

Recientemente hablé con mi mamá y mi papá sobre las cosas que ellos hubieran hecho de manera diferente cuando iba a empezar el nuevo año escolar. Me dijeron que su mayor reproche no tenía que ver con la parte académica, sino cuando me decían que todo iba a salir bien sabiendo que no sería así. Me dijeron que hubieran querido entender lo difícil que era para mí. Y los abracé.

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