La vez que mi hijo me pidió ayuda

“Mamá, creo que algo no anda bien conmigo”, confesó mi hijo una mañana cuando salíamos de casa.

Cerré la puerta con calma y esperé un poco antes de empezar a hablar. “¿Qué significa ‘algo no anda bien conmigo’?”, pregunté. Y allí empezó todo.

Mi hijo tiene 15 años. Nos mudamos de México a Nueva York hace casi seis años. Él tenía 8 años cuando llegamos y casi no hablaba inglés.

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Siempre ha sido muy activo, quizás demasiado. No podía permanecer sentado tranquilamente. Yo le decía “pulga” porque siempre estaba saltando. De la mesa al sillón, en la cama, en la calle cuando esperabamos un taxi, ¡en todos lados! En el cine cambiaba de posición durante toda la función. ¡No puedo imaginar cómo sería en la escuela!

Mi familia me decía que su comportamiento era normal, que yo era así de pequeña e, incluso, peor. Así que su constante actividad se convirtió en algo “normal” en nuestra vida diaria.

Nunca sospeché que algo pasaba hasta que empezó sexto grado. Fue en ese momento que sus calificaciones comenzaron a empeorar.

Él es muy inteligente. Muchas veces me sorprende su capacidad de razonamiento y las preguntas que me hacía desde muy pequeño. ¿Cómo es posible que alguien tan inteligente no pueda obtener buenas calificaciones? me preguntaba.

Y un día, con una risita nerviosa dijo: “Me cuesta mucho entender matemáticas. Me distraigo un momento y pierdo por completo el hilo de la clase. Y eso me pone nervioso en los exámenes”. “Creo que necesito ayuda”.

Si esto hubiese pasado hace unos años me hubiera sentido desesperada, perdida o, incluso, lo hubiera negado por completo.

Afortunadamente, cuando me lo dijo yo tenía toda la información necesaria al alcance de la mano debido a mi trabajo como editora en Understood, y eso me hizo sentir segura y preparada para afrontar la situación.

Mi hijo fue muy valiente al revelarme sus preocupaciones. Ahora dependía de mí, como su mamá, tomar los pasos necesarios para ayudarlo.

Lo primero que hice fue llevarlo con su pediatra. Ella me recordó sobre las evaluaciones disponibles: una gratuita hecha por la escuela o una evaluación privada que yo tendría que pagar.

El segundo paso fue hablar con sus maestros. Esta vez fui yo la que hizo preguntas específicas, como cuánto se movía en clase y si se distraía con facilidad, cosas que yo notaba con regularidad en la casa.

Todos estaban conscientes de su hiperactividad y estaba dispuestos a ayudarlo. Me explicaron que le permitían levantarse de su asiento de vez en cuando y moverse alrededor del salón.

Una maestra me dijo que, en su experiencia, los chicos con dificultades de atención se encontraban entre sus estudiantes más sobresalientes y que, aunque mi hijo todavía no había sido evaluado, entraba en esa categoría.

Salí de la escuela con un nudo en la garganta, pero no de tristeza. Finalmente me di cuenta de que no hay nada “mal” con mi hijo. Él simplemente es diferente. Y me alegra saber que sus maestros lo ayudan y que están dispuestos a trabajar conmigo para ayudarlo a salir adelante en la escuela.

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