Soy una estudiante exitosa porque acepto mi discalculia

Mientras caminaba hacia el Centro de Recursos para Discapacidades en Arizona State University pensé en todo lo que había experimentado para poder llegar ahí: las horas de tutoría, los años de aprender matemáticas de nuevo y aceptar que aprendo de manera diferente.

El edificio estaba casi en silencio porque era verano y no había clases.

Después de registrarme esperé a que me llamaran de la oficina de mi asesora. Miré a mi alrededor. Habían formularios para inscribirse en clases con tutores, pósters inspiradores, panfletos y folletos amontonados esperando que alguien los agarrara.

Me sentía como en un sueño al estar ahí sentada esperando para reunirme con mi asesora. Reunirme con ella me ayudaría a obtener la ayuda que necesitaría una vez que comenzara la universidad. Recordé cuando hace siete años no estaba tan dispuesta a recibir ayuda.

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Tenía 12 años y estaba en sexto grado.

Era el día que había estado esperando ansiosamente durante semanas: el día que sería evaluada para los servicios de . Deseaba con todas mis fuerzas no tener que necesitar ayuda. No quería ser una estudiante de “educación especial”.

Recibir educación especial hubiera significado que era tonta, incapaz y que no había esperanzas. En esa época sentía que mis problemas con las matemáticas no eran importantes. Había tenido problemas con las matemáticas desde kínder y aceptar el fracaso se había convertido en algo natural.

Cuando llegaron los resultados de la evaluación estaba sentada con mi mamá, que era maestra, y conté mis respiraciones. Uno. Dos. Tres.

Entonces mi maestro de educación especial dijo las palabras que cambiarían mi vida.

“Ella necesita recibir servicios; tiene muchas dificultades con las matemáticas”.

Miré a mi mamá y noté la expresión de alivio en su cara. Me llevó muchos años averiguar porqué se sintió de esa manera.

Durante el resto de la escuela media me esforcé en ponerme al día con los años de matemáticas que no había aprendido. Mientras tanto, mi autoestima se deterioraba más y más, y yo me seguía repitiendo que no necesitaba ayuda. Pero cuando comencé el bachillerato, supe que tenía que cambiar.

Estaba cansada de odiar las matemáticas. Estaba cansada de pensar que era tonta. Todos querían ayudarme a salir adelante: mi mamá, mis maestros y mis amigos. La única persona que faltaba era yo.

Tenía que aceptar mi discalculia por lo que era, algo que me hacía diferente pero no tonta o menos que nadie. Las matemáticas eran difíciles para mí, pero no imposible. No había nada malo con recibir ayuda para superar mis desafíos.

Todos los días me decía que estaba bien que aprendiera a un ritmo diferente y de manera distinta que los otros estudiantes. Me esforcé lo más que pude para entender matemáticas y empecé a creer en mí.

El bachillerato trajo consigo muchos retos personales y académicos. Pero aprendí a aceptar mi discalculia; se había convertido en parte de mí y siempre sería parte de mi vida.

Años después, mientras esperaba sentada para reunirme con mi asesor en discapacidades de la universidad, me sentí orgullosa.

Había logrado graduarme de bachillerato. Me había convertido en una persona positiva y segura de sí misma.

Con una sonrisa en mi rostro caminé hacia la oficina de mi asesor. Discutimos sobre las adaptaciones y apoyos que necesitaría en la universidad. Me sentí muy aliviada, fue ahí que me di cuenta de lo que había sentido mi mamá el día que fui evaluada para educación especial.

Sé que tendré que trabajar más hábilmente y esforzarme más que los demás debido a mi discapacidad del aprendizaje. Pero también sé que continuaré aceptando mi discalculia como una parte importante de mí.

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